lunes, 22 de diciembre de 2014

221214

Aquella mañana que se dilataba entre mis sábanas, frías como mi cuerpo, y tu ausencia, triste como mi mirada, parecía amenazar el fin. Desperté con un nudo en la garganta, con las ganas de llorar atravesadas en el orgullo, con las lágrimas casi brotando de mis ojos, lágrimas de puro arrepentimiento. Estaba deseando que mi móvil vibrase con tu llamada, con un mensaje, quería saber lo que fuera de ti. Si me cerrabas la puerta al cobijo de tus brazos que tanta fuerza y valentía me habían dado, al menos intentaría arreglarlo.
Dicen que cuando estás a punto de morir, en un segundo pasan por tu mente las imágenes de toda tu vida, las más importantes. Quizá una parte de mí iba a morir esa mañana; te vi a mi lado en el cine, mirándome por el rabillo del ojo, te vi sonreír con esa característica dulzura tuya que sabe abrazarme cuando ni siquiera estás a mi lado, ví tus ganas en unos segundos recorrerme el cuerpo y hacerlo arder con tu calor, vi un beso de tus labios que definitivamente se apagaba eclipsado por el dolor.
Estaba segura de que podría seguir viviendo, porque nadie muere cuando pierde a quien quiere, al menos físicamente no; pero no estaba tan segura de que podría volver a mirarte cada día sin lamentarme, y que ello me llevara poco a poco a la pena, y la pena paulatinamente se convirtiera en la costumbre de vivir por no poder dejar de respirar. Sin embargo y aunque ya había perdido cualquier esperanza que tuviera, tal y como las gotas de lluvia de la noche anterior resvalaban por los cristales de mi ventana te dejaste caer. Gracias infinitas una vez más al universo por traerte conmigo, gracias infinitas a ti por no querer perderme, por querer hablarme, aun con la voz tan quebrada, por querer mirarme, aun albergando tanta decepción en los ojos. Estoy segura de que todavía sigues sin entender que si te herí fue  porque me importas, aunque no sea una excusa, que de no quererte habría simplemente dejado pasar el tiempo intentando hacer que el día a día fuera menos incómodo, dándome igual lidiar con tu ausencia, porque ésta no supondría nada para mí.
Si me sentí morir cuando desperté pensando que te había perdido, no hay quien pueda darle término al sentimiento de ver el daño que te hice, fue tan profundo que podía oír platos rotos en mi pecho cuyos añicos se me clavaban tan lentamente como tu pronunciabas las palabras.
No podría haberte sido más sincera cuando dije que lo sentía, no podría haberlo dicho más alto y claro que  en un susurro rasgado de mi voz, no podría por la simple razón de que aquello que a ti te dolía, me dolía también a mí, y en este caso tu decepción se me volvía en contra para apuñalarme por la espalda.
En aquel momento podría haber hecho tantas cosas por sacarte una sonrisa que ni siquiera sabría enumerarlas. ¿por qué no las hice? No me creía con derecho a hacerte feliz, pues no hay nada más maravilloso en este mundo que verte reír, y el mérito de que yo forme parte de tu felicidad no es mío, sino tuyo que me has regalado un lugar en ella.
Ni nada más increíble que tú, ni nada más exquisito que tu espalda desnuda bajo mis dedos, entre mis labios o sujetando mi peso.
No creo que seas realmente consciente de lo que te quiero, de lo que demostraste en ese momento y todo lo que supuso para mí; no creo que realmente entendieras que nunca ha habido nadie como tú, que ojalá no lo haya nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario