No estuviste entre mis brazos,
no pude besar tus labios.
No corrimos esa suerte de varios
no tuvimos oportunidad de amarnos.
El miedo pudo con tus ganas locas
sufrir conmigo como hiciste con otras,
no te imploré, no te rogué, no te lo pedí
como dijiste que hicieron otras, te oí.
Quise respetar tu deseo de salvarte
quise... sin acariciar tu cuerpo, amarte.
En silencio, en secreto, en la mejor penumbra
que seas algún día la luz que hoy no alumbra,
tenme en tus manos, toma de mi cuerpo
esto es todo lo que desesperada ofrezco.
Sinceramente, sabiendo que lo digo en vano,
quisiera que venciéramos juntos lo malo
contar contigo, que cuentes conmigo
sin condiciones, tal como te lo digo.
Mas tú temes de nuevo agrietar tu corazón
y dejas a su suerte, el amor, en poder de la razón.
Trepando por tus caderas con los dedos, me enganché en tu cintura, y escalando por tu espalda encontré, tras los secretos de tu oído, todos tus miedos.
sábado, 25 de agosto de 2012
domingo, 19 de agosto de 2012
Te hacías la dormida
Entré despacio, de puntillas, todo lo sigilosamente de lo
que fui capaz, para no despertarte. Ya sabía que te hacías la dormida, nos
gustaba fingir que te escondías bajo las sábanas y me asustabas al percatarte
de que estaba a tu lado. Reíste como si no hubiera mañana, porque para
ti nada más importaba, a tus tres años. Entonces me abrazaste y nos dimos
infinidad de besos, mientras te hacía cosquillas tumbada en mi cama. Quién iba
a decirme que aquellos últimos días de verano se llevarían con las risas y los
abrazos tu cuerpo menudito, y su importancia incalculable en mi vida. Como de
la noche a la mañana desaparecía una tableta de chocolate en esa casa; así
desapareciste tú, dejando a tu marcha innumerables enfados, decepciones y dolor,
mucho dolor. No sabes lo que significaba despertarse a las nueve de la mañana,
y no a las siete y media con tus gritos, con tus travesuras, tu cariño, tu
infancia… Poder estudiar con los apuntes
sobre la mesa sin que tú los rayaras con un rotulador tras haber discutido a
grito pelado por hacerte con él.
Me levantó la abuela, puesto que yo había apagado las
alarmas del despertador y seguía durmiendo. Hacía calor, siempre lo hacía en
esa casa, aunque era otoño. ¡Ya era otoño, Luna! La calle estaba cubierta por montones de
hojas marrones, rojas y amarillas, esas que tanto nos gustaba pisar y sentir el
“crash, crash” al romperlas bajo nuestros pies. Bostecé desperezándome,
estirando los brazos, al tiempo que arqueaba la columna. Había ropa tendida al
lado de la ventana, la cual estaba empañada por el vaho matutino. Todo estaba
en silencio, pero me negué a creerlo. Busqué tus ojitos adormecidos en todos
los rincones, esas dos diminutas lucecitas que iluminaban mi despertar. Agucé
el oído, tratando de escuchar una disputa a la hora del desayuno, pues raro era
el día que no hacías enfadar a tu madre rechazando la taza de leche con sus
correspondientes cereales. Yo sabía que lo único que te gustaba de las bolitas
con miel era el anuncio con las abejas bailando y moviendo sus alas al ritmo de
la música, “mielpops es ñam ñam ñam…”, pero eras solo una niña, a todos nos encantaba
malcriarte…
Sonrío de lado, con
cierta amargura hacia esos recuerdos, haciendo una caricatura de la nostalgia, de
un resquicio del dolor que mi orgullo no me ha permitido mostrar abiertamente. Mamá, es decir, tu abuela, me hablaba en lo
que parecía un murmuro o una marcha fúnebre; su voz también se había apagado al
perderte. La miré mientras tendía la ropa al lado de la ventana, donde en el
lugar de una cama, ahora había un tendedero; cambios que habíamos hecho para
adecuar la habitación en la que antes éramos cuatro, nosotras tres y tu madre,
a un espacio que ahora se volvía inmenso al quedar solo dos… Me levanté para
desayunar, con las mismas ganas que se habían establecido en mí desde tu
partida: ganas nulas. El café, las madalenas, ir a la ducha y estudiar, recoger
la habitación y… No, ya no tenía que ir a esperarte en la puerta de tu clase a
las doce del medio día con el paraguas en la mano, porque llovía. O quizá era
un espejismo, una emergencia de mi subconsciente, que alertaba sobre mi estado
anímico a fin de que decidiera ponerle remedio a la constante nube negra que
llovía sobre mi cabeza incluso en los días más soleados.
Pasó un mes, y
después otro, y otro más, y ni la soledad de aquella casa ni el frío de mi
habitación se llenaban con una de tus risas infantiles. Tuvimos que hacernos a
la idea de que no ibas a volver, aunque siguieras diciendo que aquel era tu
hogar, que nosotros éramos tu familia; y cuánta razón tenías, pequeña, pero
nadie te oía, o nadie quería oírte.
Era una de esas mañanas en que la abuela y yo veníamos de
hacer cosas, a eso de las doce y media del medio día, cargadas de carpetas y
papeles que acabábamos de imprimir, más de las tantas historias que ella
escribía para ti. Nos paramos ante el semáforo en rojo, viendo a los niños
correr hasta el cruce, seguidos de sus madres, que habitualmente se quedaban a
charrar en la puerta del colegio. Pensé rápidamente:
-
Vamos a ver a Luna
La abuela me miró pensativa, indecisa.
-
Ahora está en el comedor –frunció el ceño
levemente – no podemos verla.
-
Todavía no han ido a comer, lo harán dentro de
media hora. – avancé hacia la calle, puesto que el semáforo estaba en verde –
debe de estar en el patio aún.
-
Entonces vamos.
Decididas a verte, nos agachamos frente a la puerta de tu
recreo. Agarradas a los barrotes gritamos tu nombre, y tu acudiste con los
brazos abiertos, ansiosa por abrazarnos. Tu euforia se desvaneció repentinamente
al verse frustrado tu intento por colar los brazos entre los huecos de la verja
a causa del grosor de tu abrigo y las varias capas de ropa que llevabas debajo,
todas ellas sucias de tierra. Tenías la nariz llena de mocos y tu labio
inferior estaba rodeado de heridas que lamías para tratar de aliviar el
escozor. Se me hizo un nudo en el estómago de solo pensar que si quería verte
de vez en cuando, ese era el precio a pagar: verte sucia, desnutrida, aburrida
y sola en el patio del recreo, tras la valla que nos separaba como si fuera una
película, como si fueras el niño con el pijama de rallas.
Después de ese día intentamos contactar con tu madre para
que nos dejara verte, pero no daba su brazo a torcer. Tras las innumerables
discusiones, tras muchas maneras distintas de pedirle que nos concediera la
oportunidad de estar contigo, ella no escuchaba nuestras peticiones. La abuela
se cansó, Luna, y decidió hacer las cosas por las malas. Rebajarse al nivel de
quien te hace daño no es el modo más adecuado de actuar, pero nosotros te
necesitábamos, era éste un sentimiento recíproco que se veía reprimido por el
orgullo de quienes tenían potestad sobre ti.
La palabra “juicio” pareció calmar la soberbia con la que mi hermana
actuaba, así que un sábado por la mañana a las diez, mientras yo dormía, te
subiste sobre mí gritando:
-
¡Tieta, despierta, estoy aquí!
Hace ya meses que no he vuelto a verte, desde aquel día,
salvando algunos minutos que me han concedido tus padres para darte un abrazo.
Se acerca el buen tiempo, y en esta primavera anticipada, las tardes en el
parque padre Querbes mojando los pies en los riachuelos que corren entre las
dunas de hierba, no van a ser protagonistas de nuestras historias. Llegará el
verano y te irás de vacaciones, como siempre te mantendrán alejada de nosotros,
hasta que consigas olvidarnos por completo, lo cual parece imposible, por
ahora. Echarte de menos irá convirtiéndose paulatinamente en un estado de ánimo
corriente, algo tan cotidiano como respirar.
Estoy hablando de ti, y una lágrima tímida resbala por mi
mejilla. Hasta esto me hace recordarte, el hecho de que no estés ahora a mi
lado secando mi cara mojada, mirándome con gesto inocente, dolida, como si
sintieras mi pesar. Que tu voz no susurre a mi oído “No yoyes, tieta” con tu
pobre intento de vocalizar bien, y ese catalán tan gracioso con el que solías
hablar de vez en cuando. Claro que si tú estuvieras aquí, esto que escribo
carecería de sentido; tanto, que ni siquiera lo diría. Aún ahora, más cerca de
mis dieciocho que de los diecisiete, más madura que nunca tras tantas lecciones
aprendidas en tan breve lapso de tiempo, después de cinco meses conviviendo con
tu notoria ausencia, sigo sin creer que te hayas ido para no volver, que mis
manos no envuelvan las tuyas, o que tus dedos no se apoyen ya sobre los míos
enseñando la manera en la que te he pintado las uñas. Es cierto que todos hemos
conseguido aparentemente correr un tupido velo sobre este dolor tan profundo
que es extrañarte, que sonreímos como si no hubiera pasado nunca nada, incluso
fingiendo que nunca exististe, aunque algunas de tus permanencias siguen aún en
mi habitación. Pero lo que nunca será cierto, Luna, es que no te quisimos, pues
de la vida hiciste en sí un hermoso milagro cuando tu llegada unió de nuevo a
una familia que ahora se disgrega, como si tal cosa nunca hubiera sido. Ahora, sin ti, solo queda este silencio, tras
esta novena sinfonía de Beethoven que ahora ya no entonas tú, sino la radio.
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