domingo, 19 de agosto de 2012

Te hacías la dormida


Entré despacio, de puntillas, todo lo sigilosamente de lo que fui capaz, para no despertarte. Ya sabía que te hacías la dormida, nos gustaba fingir que te escondías bajo las sábanas y me asustabas al percatarte de  que estaba a tu lado.  Reíste como si no hubiera mañana, porque para ti nada más importaba, a tus tres años. Entonces me abrazaste y nos dimos infinidad de besos, mientras te hacía cosquillas tumbada en mi cama. Quién iba a decirme que aquellos últimos días de verano se llevarían con las risas y los abrazos tu cuerpo menudito, y su importancia incalculable en mi vida. Como de la noche a la mañana desaparecía una tableta de chocolate en esa casa; así desapareciste tú, dejando a tu marcha innumerables enfados, decepciones y dolor, mucho dolor. No sabes lo que significaba despertarse a las nueve de la mañana, y no a las siete y media con tus gritos, con tus travesuras, tu cariño, tu infancia…  Poder estudiar con los apuntes sobre la mesa sin que tú los rayaras con un rotulador tras haber discutido a grito pelado por hacerte con él.
Me levantó la abuela, puesto que yo había apagado las alarmas del despertador y seguía durmiendo. Hacía calor, siempre lo hacía en esa casa, aunque era otoño. ¡Ya era otoño, Luna!  La calle estaba cubierta por montones de hojas marrones, rojas y amarillas, esas que tanto nos gustaba pisar y sentir el “crash, crash” al romperlas bajo nuestros pies. Bostecé desperezándome, estirando los brazos, al tiempo que arqueaba la columna. Había ropa tendida al lado de la ventana, la cual estaba empañada por el vaho matutino. Todo estaba en silencio, pero me negué a creerlo. Busqué tus ojitos adormecidos en todos los rincones, esas dos diminutas lucecitas que iluminaban mi despertar. Agucé el oído, tratando de escuchar una disputa a la hora del desayuno, pues raro era el día que no hacías enfadar a tu madre rechazando la taza de leche con sus correspondientes cereales. Yo sabía que lo único que te gustaba de las bolitas con miel era el anuncio con las abejas bailando y moviendo sus alas al ritmo de la música, “mielpops es ñam ñam ñam…”,  pero eras solo una niña, a todos nos encantaba malcriarte…
 Sonrío de lado, con cierta amargura hacia esos recuerdos, haciendo una caricatura de la nostalgia, de un resquicio del dolor que mi orgullo no me ha permitido mostrar abiertamente.  Mamá, es decir, tu abuela, me hablaba en lo que parecía un murmuro o una marcha fúnebre; su voz también se había apagado al perderte. La miré mientras tendía la ropa al lado de la ventana, donde en el lugar de una cama, ahora había un tendedero; cambios que habíamos hecho para adecuar la habitación en la que antes éramos cuatro, nosotras tres y tu madre, a un espacio que ahora se volvía inmenso al quedar solo dos… Me levanté para desayunar, con las mismas ganas que se habían establecido en mí desde tu partida: ganas nulas. El café, las madalenas, ir a la ducha y estudiar, recoger la habitación y… No, ya no tenía que ir a esperarte en la puerta de tu clase a las doce del medio día con el paraguas en la mano, porque llovía. O quizá era un espejismo, una emergencia de mi subconsciente, que alertaba sobre mi estado anímico a fin de que decidiera ponerle remedio a la constante nube negra que llovía sobre mi cabeza incluso en los días más soleados.
 Pasó un mes, y después otro, y otro más, y ni la soledad de aquella casa ni el frío de mi habitación se llenaban con una de tus risas infantiles. Tuvimos que hacernos a la idea de que no ibas a volver, aunque siguieras diciendo que aquel era tu hogar, que nosotros éramos tu familia; y cuánta razón tenías, pequeña, pero nadie te oía, o nadie quería oírte. 
Era una de esas mañanas en que la abuela y yo veníamos de hacer cosas, a eso de las doce y media del medio día, cargadas de carpetas y papeles que acabábamos de imprimir, más de las tantas historias que ella escribía para ti. Nos paramos ante el semáforo en rojo, viendo a los niños correr hasta el cruce, seguidos de sus madres, que habitualmente se quedaban a charrar en la puerta del colegio. Pensé rápidamente:
-          Vamos a ver a Luna
La abuela me miró pensativa, indecisa.
-          Ahora está en el comedor –frunció el ceño levemente – no podemos verla.
-          Todavía no han ido a comer, lo harán dentro de media hora. – avancé hacia la calle, puesto que el semáforo estaba en verde – debe de estar en el patio aún.
-          Entonces vamos.
Decididas a verte, nos agachamos frente a la puerta de tu recreo. Agarradas a los barrotes gritamos tu nombre, y tu acudiste con los brazos abiertos, ansiosa por abrazarnos. Tu euforia se desvaneció repentinamente al verse frustrado tu intento por colar los brazos entre los huecos de la verja a causa del grosor de tu abrigo y las varias capas de ropa que llevabas debajo, todas ellas sucias de tierra. Tenías la nariz llena de mocos y tu labio inferior estaba rodeado de heridas que lamías para tratar de aliviar el escozor. Se me hizo un nudo en el estómago de solo pensar que si quería verte de vez en cuando, ese era el precio a pagar: verte sucia, desnutrida, aburrida y sola en el patio del recreo, tras la valla que nos separaba como si fuera una película, como si fueras el niño con el pijama de rallas.
Después de ese día intentamos contactar con tu madre para que nos dejara verte, pero no daba su brazo a torcer. Tras las innumerables discusiones, tras muchas maneras distintas de pedirle que nos concediera la oportunidad de estar contigo, ella no escuchaba nuestras peticiones. La abuela se cansó, Luna, y decidió hacer las cosas por las malas. Rebajarse al nivel de quien te hace daño no es el modo más adecuado de actuar, pero nosotros te necesitábamos, era éste un sentimiento recíproco que se veía reprimido por el orgullo de quienes tenían potestad sobre ti.  La palabra “juicio” pareció calmar la soberbia con la que mi hermana actuaba, así que un sábado por la mañana a las diez, mientras yo dormía, te subiste sobre mí gritando:
-          ¡Tieta, despierta, estoy aquí!
Hace ya meses que no he vuelto a verte, desde aquel día, salvando algunos minutos que me han concedido tus padres para darte un abrazo. Se acerca el buen tiempo, y en esta primavera anticipada, las tardes en el parque padre Querbes mojando los pies en los riachuelos que corren entre las dunas de hierba, no van a ser protagonistas de nuestras historias. Llegará el verano y te irás de vacaciones, como siempre te mantendrán alejada de nosotros, hasta que consigas olvidarnos por completo, lo cual parece imposible, por ahora. Echarte de menos irá convirtiéndose paulatinamente en un estado de ánimo corriente, algo tan cotidiano como respirar.
Estoy hablando de ti, y una lágrima tímida resbala por mi mejilla. Hasta esto me hace recordarte, el hecho de que no estés ahora a mi lado secando mi cara mojada, mirándome con gesto inocente, dolida, como si sintieras mi pesar. Que tu voz no susurre a mi oído “No yoyes, tieta” con tu pobre intento de vocalizar bien, y ese catalán tan gracioso con el que solías hablar de vez en cuando. Claro que si tú estuvieras aquí, esto que escribo carecería de sentido; tanto, que ni siquiera lo diría. Aún ahora, más cerca de mis dieciocho que de los diecisiete, más madura que nunca tras tantas lecciones aprendidas en tan breve lapso de tiempo, después de cinco meses conviviendo con tu notoria ausencia, sigo sin creer que te hayas ido para no volver, que mis manos no envuelvan las tuyas, o que tus dedos no se apoyen ya sobre los míos enseñando la manera en la que te he pintado las uñas. Es cierto que todos hemos conseguido aparentemente correr un tupido velo sobre este dolor tan profundo que es extrañarte, que sonreímos como si no hubiera pasado nunca nada, incluso fingiendo que nunca exististe, aunque algunas de tus permanencias siguen aún en mi habitación. Pero lo que nunca será cierto, Luna, es que no te quisimos, pues de la vida hiciste en sí un hermoso milagro cuando tu llegada unió de nuevo a una familia que ahora se disgrega, como si tal cosa nunca hubiera sido.  Ahora, sin ti, solo queda este silencio, tras esta novena sinfonía de Beethoven que ahora ya no entonas tú, sino la radio.

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