martes, 7 de enero de 2014

Sudadera vieja.

Esta es la historia del chico con estrella, el mismo que no creía tenerla, el mismo que pensaba que por él nada valía la pena. Es uno de esos chicos  de los que... No, no es uno de esos chicos, porque él no es como ningún otro chico; es especial en todos los sentidos, buenos y malos. Estaba empeñado en que nadie le quería, en que estaba solo en la vida, que si caía nadie estaría a su lado para levantarle o sentarse a su lado y pasar así el rato. Me cansaba mirarle con ese brillo estúpido en los ojos, ese del que todo el mundo habla, ese que tienen los enamorados. Me cansaba porque él no se fijaba en mis ojos, él se limitaba a mirarme los labios y besarlos, una y otra vez, pensando que me dejaba besar, mordisquear y babear sólamente porque era mi amigo, y no porque significara algo para mí. Tiene los ojos de color miel, de esos que a mi siempre me han encantado; el pelo castaño, caido hacia un lado; una sonrisa eterna de dientes perfectamente blancos; se le forma un hoyuelo cuando ríe, pero no en el mismo sitio en el que le sale  a todo el mundo, hasta en eso es especial, a él le sale debajo del rabillo del ojo. Yo le escribía cartas para que no las leyera, cartas que no le mandaba, que guardaba bajo mi almohada para soñar con él. En esas cartas decía tantas cosas... Tantas letras que explicaban lo mismo que cualquiera puede decir, pero quizá no con las mismas palabras. Yo quería decirle que no necesitaba que me diera todos sus días, ni toda su atención, ni siquiera demasiada; me bastaba con saber que estaba bien y que en caso de no estarlo, vendría a mi porque yo estaría ahí para él. No quería regalos caros, ni citas con glamur, prefería los paseos por los caminos más inexplorados y tranquilos para poder escucharle hablar de su vida. No quería que todos nos vieran y tuvieran envidia por parecer tan felices, yo quería discusiones a gritos, peleas que nos hicieran pasar la noche en vela escupiéndonos veneno, y que al amanecer volviera a abrirme sus brazos y a quitarme la pena con caricias, con cosquillas al despertarnos, con sonrisas y lloreras cursis. Yo quería sus libros usados, manoseados, leer las páginas amarillas que él había pasado tantas veces, llenas de las noches en las que se había quedado dormido bajo la luz de una lámpara, sumido en sus novelas. Yo no quería ir al cine, yo quería ver cientos de veces sus películas favoritas, aprender con ellas lo que a él le habían enseñado, dejar que me explicara sus partes favoritas, y hasta sus diálogos. Que me enseñara la risa y la tristeza, las dos caras de la moneda.  No quería tres viajes al año a sitios diferentes, en hoteles caros; quería pasarme las vacaciones en los lugares que él visitaba a solas, viendo siempre las mismas puestas de sol, las mismas piedras, o cambiarlas por otras cuando a él le apeteciera. No quería discos nuevos, prefería youtube con su lista de favoritos, con canciones que él pudiera cantar, con música que él supiera bailar, que le recordara a sus conciertos, con sus historias y sus momentos. Tampoco me hubiera gustado que me comprara ropa bonita, ni que me regalara vestidos para que me arreglara. Yo quería su sudadera vieja, la capucha que tantas veces cubrió su pelo de la lluvia, las mangas que cubrieron sus manos del frío y secaron sus lágrimas, la cremallera que apretaba sus penas y le veía agachar la mirada. Su sudadera  llena de chinazos de los cigarros que se fumaba por las noches cuando sufría insomnio, la misma con la que se quedaba dormido estudiando, la que olía a él, la que tenía la figura de su cuerpo marcada en cada costura. La que había usado para salir corriendo cuando tenía prisa por verla, cuando la quería, cuando le dolía estar enamorado de ella. Quería la sudadera que había paseado colgada de su brazo en los días de calor, la que combina perfectamente con sus gafas de sol, con sus playeros, con sus deportivas y con sus vaqueros. Era la sudadera que mejor le definía, desgastada y descolorida, sin brillo, como él.  Yo quería su vida, su historia, sus ganas, sus defectos y manías, su pelo despeinado, sus pintas de pordiosero. Me gustaba la manera en que me miraba cuando era natural, esa manera que me llena, que me llega adentro, que me hace erizar la piel y encoger el alma.
Aunque no quería creerlo, él tenía esa estrella de la que un día me hablaba; era capaz de hacerme sentir arriba y abajo en fracciones de segundos, destrozarme y perderme para recuperarme con sólo un beso de los suyos, un beso de los que hablan, que dicen más cosas que cualquier carta llena de palabras, un beso tan tierno que me hacía sentir protegida, me daba ganas de hacérselo en todas partes, y a la vez me hacía querer protegerlo también.
No había regalo más grande que pudiera imaginarme que despertarme por las mañanas y al darme la vuelta encontrarle ahí a mi espalda, tan dormido que le colgara hasta la baba, desnudo o vestido, hasta eso me daba igual. O que me durmiera cada noche, él que sabe cómo hacerlo, y me curara así el insomnio. Yo no quería ser como las demás, no quería que sintiera conmigo lo que podía haber sentido con otra chica. Quería que se diera cuenta de que por mucho que llegaramos a discrepar lograríamos arreglarlo, que yo siempre iba a estar ahí a su lado, hasta que él dejara de quererlo. Yo buscaba sus gestos obscenos, sus comentarios de desprecio, de aprecio, de risa, de amargura, de nostalgia. Quería darle la oportunidad de que fuera mi escudo, mi espada, mi amante y mi amigo; todo eso... todo eso sólo para hacerle sentir seguro, para demostrarle que puede conseguir lo que se proponga. Todo eso, al fin y al cabo, para deshacerle de todos sus miedos y enseñarle que, si quería, podía brillar.
Esta no es una historia de amor, ni tampoco una historia cualquiera de las que pueda escribir en una tarde muerta. Es la historia de su sudadera vieja, de por qué siendo tan rara y tan incompleta, a su lado parezco hasta perfecta.










Caminaba por una calle que había quedado desierta, o casi desierta, a causa de la lluvia. Alguien, a lo lejos, me preguntó
- ¿qué hace una chica como tú en un sitio como este a estas horas de la noche, y sola?
Se que suena típico, de novela quizá; se que ese es el título de una canción vieja que ha sido versionada en ocasiones por grandes de la música. Pero os juro que fue eso lo que dijo. Miré hacia él, entrecerrando los ojos, para constatar que, ciertamente, no le conocía. Al principio tuve miedo de un desconocido, mi madre siempre me dijo que en ocasiones como esa me alejara caminando deprisa como si no hubiera oído nada. Sin embargo, si esa noche lluviosa hubiera seguido el consejo de mi madre no estaría donde estoy ahora y cómo estoy ahora; no escribiría esta historia, porque no habría historia. Esperé a que él se acercara, porque se acercó, mirándole aún confusa. No recuerdo bien qué respondí, pongamos que dije:
- pasear, ¿y tú?
Él sonrió, parecía satisfecho de algo. Se encogió de hombros y contestó de nuevo, en voz baja:
- Vengo del cine
No se qué película había ido a ver, no me acuerdo aunque le pregunté. Ni se tampoco si tomaba la misma dirección que yo o si cambió su itinerario entonces. Aquella noche no hubo huracán, ni la siguiente, ni las consecutivas, y  casi un año después seguía sin haber huracán. Pero aún así compartíamos pedacitos de nuestros días cuando nos sentíamos mal o cuando simplemente teníamos ganas de compartirlos entre nosotros.
Teníamos un acuerdo para haber hecho tal gilipollez. Más que un acuerdo era un miedo: miedo a dejarnos llevar y ser derrotados por las ganas que íbamos acumulando, miedo a saciarlas y darnos cuenta de que todo lo que sentíamos era atracción sexual. Sin embargo eso no ocurrió. Saciamos las ganas por un momento, y después de unos minutos ellas volvieron a aparecer. Desde entonces mi pasatiempo favorito cada noche era colarme en su cama, arroparme en sus sábanas y oler su piel. Qué puedo deciros de sus labios recorriendo mi cuerpo cuando cogía mis piernas con las manos y... "Qué dulce, qué dulce" le decía, "Dios, sigue". Estábamos salidos perdidos, y así seguimos.
El niño con estrella siempre me decía " dime que estarás ahí siempre", a lo que yo tímidamente pero segura de lo que decía, respondía "hasta que te canses de mi". Él siempre negaba, nunca se cansaría de mi. Repetíamos esa pequeña conversación todos los días y no nos cansábamos de  habernos aprendido el guión y los gestos de memoria, de tener cronometrado el tiempo que tardábamos en respondernos el uno al otro, el segundo exacto en el que empezábamos el diálogo. En realidad, no por cansancio, un día tubo que irse, y yo aprender a vivir sin él.



Miro atrás y miro hacia adelante. Miro al espejo por última vez. Veo cuánto hemos cambiado, cuánto hemos crecido. Veo tu misma mirada y percibo en ella los restos del naufragio de ayer. Corazones rotos por la falta de valor, ojeras en los ojos que nos ha pintado el puto insomnio que padecemos cuando no dormimos juntos. Tras los gestos desesperados e intentos de separarnos, sigues agarrándome las manos, abrazándome en tu cuarto como si ayer no fuera todavía ayer. Me dices que esta historia de mierda se ha terminado, pero deseas besarme, y lo se. Lo se porque aún me sostienes y aún decides ser mío por las noches. Que la maldita distancia está matando algo que podría ser lo mejor que te ha pasado, me dices, pero que no quieres luchar contra ella, sino ser libre haciendo lo que crees que te gusta hacer. ¿A quién acudes, con quién hablas? ¿No es a mi a la que cuentas tus secretos y le dices lo que echas de menos? Entonces no te engañes, o esto, como tú dices, acabará matándonos. Tú me buscas y yo salgo siempre a tu encuentro, no hay nada que puedas ya hacer para evitarlo no puedes acabar con esta necesidad mútua que nos tenemos, porque no es algo que hayas elegido, sino que te ha pasado. No te engañes, hay cosas contra las que es inútil luchar; hay cosas más fuertes que la voluntad. Hay cosas como el amor.



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