
Giró la cara, instintivamente, para no leer el letrero inofensivo, que tanto daño le hacía al anunciar las llegadas y las partidas de los trenes. Al hacerlo, se le asomó por el rabillo del ojo la imagen enternecedora de dos amantes, que, en la puerta de ese nostálgico lugar, se besaban. Despacio, juntando sus labios en un vals, sin timidez, sin reprimir las ganas que ambos tenían de intercambiar una muestra de amor que, parecía, les llenaba al completo, y los unía en uno solo. Dos lágrimas solitarias cruzaron a la carrera sus mejillas, y ella no logró comprender por qué. Hasta que cayó en la cuenta de lo lejos que tenía a Paul, pero, sin embargo, las pocas horas que podía tardar en estar en sus brazos, si se subía a uno de esos trenes, y cruzaba el cielo hasta el paradero de su amante.